sábado, 27 de febrero de 2010

¡Fuera pobres!

No sé si crear un grupo de apoyo al alcalde de Valladolid, por prohibir la mendicidad en la ciudad porque, dice, provoca vandalismo... En fin, que molesta, queda como sucio y feo. Tampoco va a permitir la presencia de quienes venden pañuelos (¡qué será de mi sin ellos, con mi catarro permanente a cuestas, que más que un catarro creo que es una protesta al largo invierno!) o se ofrecen a limpiar el parabrisas. Yo le sugiero que amplíe la orden y no sólo no permita a los mendigos pedir en la calle sino ni siquiera transitarla porque, las cosas como son, no van tan limpios y arregladitos como nosotros, los que el alcalde llama "gente de bien" (habrá querido decir "gente bien") y desdicen mucho. En fin, que el alcalde de Valladolid, además de "limpiar" la ciudad sin un euro de gasto, ha dado con la fórmula de afrontar la crisis: ¡fuera pobres!
Lo que le reprocho es que no aclare un poco más los términos utilizados como justificación. A saber: dice León de la Riva que los mendigos hacen pintadas (¿andan pidiendo dinero y se lo gastan en esprays de pintura?) y ruidos excesivos, que no me lo explico a no ser que se refiera a los que tocan algún instrumento musical, lo cual suele denominarse más bien música. Por cierto que espero que cunda el ejemplo en León y el alcalde prohiba los ensayos callejeros que, durante todo el año, hacen las bandas de Semana Santa, no sólo por resultar, éste sí, un ruido excesivo sino, además, inútil, porque ya me contarán si hace falta un año entero de ensayos para aprender a tocar dos melodías de tambor y corneta. Respecto a lo único salvable en la ordenanza, la prohibición de utilizar a niños para la mendicidad, debiera saber el alcalde que eso ya es ilegal, como no podría ser menos.


Y aquí no me resisto a incluir un pequeño relato, "Café y leche", que en su día escribí sobre una historia absolutamente real que me pasó hace unos años.
Tenía once o doce años, el pelo de color pajizo; una cazadora de algodón, más que insuficiente para afrontar el frío de noviembre, bastante sucia, y unos ojos pardos que conservaban la mirada limpia de la infancia. Valoré esa mirada, pues era evidente que debía librar una dura batalla contra la madurez que impone el mal trato de la vida.
Cuando él atravesó la puerta de la cafetería, yo estaba sentada en una mesa junto a la cristalera, pegada al sol de media mañana y apurando café y cigarrillos. Esperaba al gerente de una empresa de publicidad que iba a ofrecerme un trabajo que me rescataría del limbo del paro en el que llevaba más de dos años; o, al menos, en eso confiaba yo. Se estaba retrasando, así que lo último que yo necesitaba era la compañía de un niño mendigo.
Tenía malas experiencias al respecto. En una ocasión, dos rumanas a las que di cinco euros me persiguieron literalmente por la calle pidiéndome otros quince, hasta que alcancé un taxi en el que distanciarme; y otro que, al parecer, tenía que viajar a no sé dónde para conseguir un trabajo, se me pegó durante veinte minutos en una parada de autobús hasta que le di los veinte euros que llevaba, sólo por quitármelo de encima. Ahora no podía permitírmelo. La cuenta estaba en números rojos y el crédito de la tarjeta iba a agotarse en cualquier momento. Así que, cuando el crío entró, hice lo mismo que los demás clientes: mirar hacia otro lado e intentar pasar desapercibida.
Me concentré en la lectura del único periódico que había encontrado libre: un deportivo que no me interesaba lo más mínimo. En la mesa de al lado, una pareja también había reparado en él. “Agarra el bolso –le dijo el hombre a su compañera-, que estos extranjeros es a por lo que vienen”.
El niño, mientras tanto, se había detenido a unos pasos de la puerta y miraba a su alrededor sopesando a cuál de las figuras, natural o fingidamente ausentes, acercarse. “Qué no sea a mí”, parecíamos pensar todos. Pero antes de que se decidiera, un camarero lo interceptó, agarrándolo por un brazo y empujándolo hacia la puerta. El crío intentó esquivarle, pero el camarero se mostró rotundo: “Aquí no vuelvas a entrar. No se te ocurra molestar a los clientes”.
Sin pensarlo, alcé la mano haciendo un gesto hacia el camarero. “Oiga ­–dije levantando la voz-, ese muchacho es mi invitado. Déjelo en paz y tráigale a mi mesa lo que le pida”. Ambos me miraron con igual gesto de sorpresa; yo también me había sorprendido a mi misma. Tímidamente, el muchacho se acercó y me preguntó si de verdad podía pedirse un vaso de leche. “Un vaso grande de leche y un par de bollos”, ordené al camarero, que me miraba con una mezcla de reproche y conmiseración.
Mientras devoraba su desayuno, yo me preguntaba qué haría cuando se presentara mi cita, pero al mismo tiempo no podía apartar los ojos del chico. Observé que tenía las manos enrojecidas y ásperas, algunas espinillas que anunciaban la cercana adolescencia, largas pestañas. Bajo la estrecha cazadora, cerrada hasta el cuello, no se adivinaba otra ropa. Él también me miró y me dedicó una sonrisa tan alegre que casi me hizo reír.
“¿De dónde eres?, le pregunté. Me respondió que era portugués y vivía con su familia en una vieja caravana que habían aparcado a las afueras de la ciudad. “Ahora venimos del Bierzo, de recoger castañas”, concluyó.
Evité hacerle más preguntas, temiendo que se sintiera obligado a contestarlas sin tener ganas, máxime cuando era evidente que le costaba bastante expresarse en español.
Miré el reloj. Mi cita no vendría ya. Él, que ya se había terminado la leche y uno de los dos suizos, malinterpretó el gesto: “Ya me voy –dijo-, éste otro bollo me lo llevo para luego. Muchas gracias”. “De nada, que tengas suerte”, le contesté, y deseé realmente que la tuviera.
Yo me fui poco después de él, decepcionada por la esperanza de trabajo que se esfumaba, pero también por no haber aprovechado la ocasión para charlar un poco más con mi inesperado invitado.
La ocasión se presentaría unas semanas después, y tampoco la aproveché. Ese día era algo más tarde y me encontraba en la misma cafetería, creo que incluso en la misma mesa. No pensaba en el niño portugués, sino en que había olvidado pasar por el cajero, así que, aunque me apetecía una tostada, decidí conformarme con el café, por si acaso no llevaba suficiente dinero.
Estaba terminando de tomármelo cuando él apareció, con la misma cazadora sucia y la misma mirada limpia. Nada más verme, me dirigió una de sus amplias sonrisas y se acercó a mi mesa. “Lo siento –le dije sintiéndome mal, ante la posibilidad de que creyera que estaba rechazándole-, hoy no puedo invitarte a nada porque he olvidado pasar por el cajero y temo no tener suficiente ni para mi café. Lo siento de verdad”. Él no se mostró en absoluto enojado y si se sentía decepcionado, tampoco lo demostró. Me hubiera gustado charlar otro poco con él, preguntarle, al menos, su nombre, pero me resultaba incómodo entretenerle mientras yo tomaba un café y él no tomaba nada, así que apuré la taza, mientras él se dirigía al fondo de la cafetería. Fugazmente, vi que hablaba con un camarero. Debió salir, o ser expulsado, por la puerta que se encuentra en ese extremo porque, cuando me levanté de la mesa, ya no estaba. Abrí la cartera y conté las monedas; sí, tenía para el café, pero no lo hubiera tenido para la tostada. No hubiera sido la primera vez que mi mala cabeza me llevaba a esas bochornosas situaciones. El camarero que me había servido se dirigía a otra mesa, bandeja en mano, y lo abordé por el camino, con el dinero en la mano.
-Ah, no, señorita. Su café ya está pagado -me dijo mientras me mostraba en su mano un buen montón de calderilla.








martes, 23 de febrero de 2010

Vuelta al Jardín de Infancia

Hace un tiempo que he creído observar un cambio de tendencia en lo que "se nos vende". Hasta hace unos meses (cuento con que hará más en Estados Unidos, que es el productor de nuestros gustos, preocupaciones, etcétera), veía en los canales de documentales frecuentes reportajes sobre el cambio climático y sus efectos devastadores, sobre especies animales y vegetales en extinción, paraísos perdidos, pueblos y tribus extintas o en peligro, países devastados por guerras provocadas por los países de Occidente interesados en sus recursos naturales, etcétera. Ahora, sin embargo, todos esos reportajes parecen haber desaparecido de la parrilla y, en su lugar, son frecuentes los de animales, cachorros, preciosos parajes, selvas que parecen albergar tesoros inexpugnables... Se mantienen, eso sí, los de catástrofes y sucesos, porque no conviene que se nos vaya el miedo del cuerpo, todo lo contrario (lo uno empuja a lo otro), pero es obvio que el dolor humano y el de la naturaleza ya no interesan o lo hacen en mucha menor medida.
Ahora toca ir "en positivo", según expresión al uso de los políticos y propagadores de ideas. Y, mientras reflexionaba sobre las posibles causas de este hecho y el hecho en si, me he topado con un reportaje en el suplemento de La Vanguardia que podría tener mucho que ver. Se titula "Adictos a lo mono" y se resume en esta entradilla: "Se acabó el reinado de lo cool. Un tsunami de animales achuchables y demás lindezas no aptas para diabéticos está transformando el marketing, la política o Internet".
En efecto, he llamado ya la atención sobre el devastador reinado de lo cursi y lo pijo entre niñas y adolescentes, pero también he observado que a las mujeres adultas se nos venden, cada vez más, similares productos: ropa con diseños infantiles; emoticonos que lo invaden todo; móviles, portátiles y demás artilugios de color rosa, coches que parecen de juguete, correos con PPS que recuperan la imagen de las madres dulces, tiernas, sacrificadas... en fin, las santas esposas y madres...
Realmente, la cosa es para gritar ¡socorro! 
El reportaje da algunos datos: la web Cute overload, de 100.000 visitas diarias, está repleta de fotos y vídeos de perritos, gatitos y conejitos; los clips de bebés y animalitos suman más de mil millones en YouTube, con más del 80% de visitas de adultos... Y ofrece una explicación. Al parecer, la tendencia viene de Japón (padre de la deleznable e inexpresiva Kitty de Hello Kitty que, personalmente, me pone los pelos de punta y me da dolor de barriga) y se adoptó por Estados Unidos a raíz de los atentados del 11 de septiembre. "Con una recesión en las postrimerías del 11-S y dos guerras interminables, los estadounidenses están produciendo una cultura popular que parece estar diciendo: por favor, quiérenos", explica el reportero que, por cierto, se llama Jim Windolf y originalmente escribió el reportaje para Vanity Fair.

Pero yo creo que está explicación sólo se refiere al contexto que, en efecto, es el más apropiado para vendernos esta "(in)cultura popular", pero la estrategia de "lo mono" no es única; va acompañada por ese constante bombardeo de temores (nos invaden los chinos, los moros, los rumanos, los colombianos... por todas partes hay delincuentes peligrosos acechando, la inseguridad es cada vez mayor, dependemos de nuestras propias fuerzas...) y un debilitamiento radical de los poderes públicos (las constantes críticas a los políticos en general o a la política o a todo lo público es otra estrategia paralela), al mismo tiempo que se crean paraísos artificiales (los juegos vía Internet los poblados de ellos) y se nos transmite la idea de que, frente a la globalización (que tanto nos asusta, pero que el mercado emplea tan eficazmente) tenemos que cultivar con esmero nuestro pequeño jardín (la familia, los amigos) y vallarlo sólidamente con muros y alambre de espino.
En definitiva, creo que el objetivo del mercado es, como siempre, hacerse cada vez más fuerte y debilitarnos cada vez más a nosotros, la gente, el pueblo, los votantes... adormeciéndonos en un colchón de plumas, por supuesto de color rosa.

martes, 16 de febrero de 2010

Baltasar Garzón, el héroe del siglo XXI


"No te perdonarán ser alto", decía Joaquín Sabina a Gulliver en una canción. Baltasar Garzón es el juez más "alto", en su capacidad de trabajo, en su compromiso social, en su sentido de la justicia por encima de conveniencias políticas o diplomáticas, en su "altura" de miras. Y, evidentemente, no se lo perdonan gente de toda catadura, ni de derechas ni de izquierdas, lo que demuestra que es, realmente, un hombre comprometido, ante todo, con su propio sentido de la ética.

Para mí, el hombre que desafió a sus propios correligionarios destapando y llevando a sus últimas consecuencias el caso GAL, el hombre que desafió el oportunismo político llevando al banquillo de los acusados al infame Pinochet, el que ha puesto bajo sospecha a Henry Kissinger, a Berlusconi o al BBVA; el juez que ha dado los mayores golpes, con las únicas armas del trabajo duro y la democracia en la mano, contra el terrorismo, el tráfico de drogas o la corrupción; el que, por mor de la justicia, ha abierto la pesada losa de falso olvido que pesaba sobre las víctimas de la dictadura franquista, es, sencillamente, el único personaje que conozco que responde a lo que se entiende por un héroe.
 La batalla entablada en estos momentos contra él utiliza la Justicia pero, obviamente, no tiene nada que ver con ella y, por tanto, no es en los tribunales donde realmente se dirime. Saquémosla de los despachos a Internet, a la calle, a donde estamos los verdaderos beneficiarios de un juez justo, valiente y trabajador.

miércoles, 3 de febrero de 2010

Por la lectura

Me hago eco de un escrito de José Luis Sampedro, difundido a través de Internet, en protesta por el proyecto de la Sociedad General de Autores de gravar a las bibliotecas por el préstamo de libros.

Cuando yo era un muchacho, en la España de 1931, vivía en Aranjuez un Maestro Nacional llamado D. Justo G. Escudero Lezamit. A punto de jubilarse, acudía a la escuela incluso los sábados por la mañana aunque no tenía clases porque allí, en un despachito que le habían cedido, atendía su biblioteca circulante. Era suya porque la había creado él solo, con libros donados por amigos, instituciones y padres de alumnos.
Sus 'clientes' éramos jóvenes y adultos, hombres y mujeres a quienes sólo cobraba cincuenta céntimos al mes por prestar a cada cual un libro a la semana. Allí descubrí a Dickens y a Baroja, leí a Salgari y a Karl May.

Muchos años después hice una visita a un bibliotequita de un pueblo madrileño. No parecía haber sido muy frecuentada, pero se había hecho cargo recientemente una joven titulada quien había ideado crear un rincón exclusivo para los niños con un trozo de moqueta para sentarlos.
Al principio las madres acogieron la idea con simpatía porque les servía de guardería. Tras recoger a sus hijos en el colegio los dejaban allí un rato mientras terminaban de hacer sus compras, pero cuando regresaban a por ellos, no era raro que los niños, intrigados por el final, pidieran quedarse un ratito más hasta terminar el cuento que estaban leyendo. Durante la espera, las madres curioseaban, cogían algún libro, lo hojeaban y a veces también ellas quedaban prendadas.
Tiempo después me enteré de que la experiencia había dado sus frutos: algunas lectoras eran mujeres que nunca habían leído antes de que una simple moqueta en manos de una joven bibliotecaria les descubriera otros mundos. Y aún más años después descubrí otro prodigio en un gran hospital de Valencia. La biblioteca de atención al paciente, con la que mitigan las largas esperas y angustias tanto de familiares como de los propios enfermos, fue creada por iniciativa y voluntarismo de una empleada. Con un carrito del supermercado cargado de libros donados, paseándose por las distintas plantas, con largas peregrinaciones y luchas con la administración intentando convencer a burócratas y médicos no siempre abiertos a otras consideraciones, de que el conocimiento y el placer que proporciona la lectura puede contribuir a la curación, al cabo de los años ha logrado dotar al hospital y sus usuarios de una biblioteca con un servicio de préstamos y unas actividades que le han valido, además del prestigio y admiración de cuantos hemos pasado por ahí, un premio del gremio de libreros e reconocimiento a su labor en favor del libro.

Evoco ahora estos tres de entre los muchos ejemplos de tesón bibliotecario, al enterarme de que resurge la amenaza del préstamo de pago. Se pretende obligar a las bibliotecas a pagar 20 céntimos por cada libro prestado en concepto de canon para resarcir -eso dicen- a los autores del desgaste del préstamo.

Me quedo confuso y no entiendo nada. En la vida corriente el que paga una suma es porque: 
a) obtiene algo a cambio. 
b) es objeto de una sanción. 
Y yo me pregunto: ¿qué obtiene una biblioteca pública, una vez pagada la adquisición del libro para prestarlo? ¿O es que debe ser multada por cumplir con su misión, que es precisamente ésa, la de prestar libros y fomentar la lectura?

Por otro lado, ¿qué se les desgasta a los autores en la operación?.¿Acaso dejaron de cobrar por el libro? ¿Se les leerá menos por ser lecturas prestadas? ¿Venderán menos o les servirá de publicidad el préstamo como cuando una fábrica regala muestras de sus productos? Pero, sobre todo: ¿Se quiere fomentar la lectura? ¿Europa prefiere autores más ricos pero menos leídos? No entiendo a esa Europa mercantil. Personalmente prefiero que me lean y soy yo quien se siente deudor con la labor bibliotecaria en la difusión de mi obra.

Sépanlo quienes, sin preguntarme, pretenden defender mis intereses de autor cargándose a las bibliotecas. He firmado en contra de esa medida en diferentes ocasiones y me uno nuevamente a la campaña. 

¡NO AL PRÉSTAMO DE PAGO EN BIBLIOTECAS!

José Luis Sampedro 

lunes, 1 de febrero de 2010

ADOPCIÓN INTERNACIONAL


¿Qué es el arraigo y el desarraigo? ¿Somos las personas como las plantas, necesitamos echar raíces y, en caso de desarraigo, morimos? Yo creo que no. Creo que todos tenemos raíces, pero éstas se extienden por un subsuelo tan amplio que, si pudiéramos seguirlas, nos llevarían a lugares insospechados. Y, desde luego, no creo que perder las raíces sea la muerte sino, por el contrario, moverse es vivir: no en vano es la curiosidad una de las características más destacadas de los seres humanos y fuente de su evolución. Yo creo que, como Anteo, tenemos que tener los pies en la tierra y la cabeza en el cielo, sin dejarnos llevar por el viento pero sin hundirnos. En mi caso particular, por ejemplo, me siento involucrada (que no orgullosa, ¿por qué iba a estarlo yo o nadie?) en la tierra en que he nacido, pero eso me satisface tanto como estarlo con la tierra de la que procede mi familia, con los países que he visitado y en los que siempre he encontrado cosas que aprender y, desde luego, con el origen de mis hijas y con el hecho de que ese origen sea muy distinto al mío propio, porque creo que esas múltiples "nacionalidades" me enriquecen.
Desde esta perspectiva, ¿qué querra decir la delegada de Unicef cuando dice que la adopción internacional debe ser un último recurso, pues el desarraigo puede resultar traumático para los niños?
Se refería a Haití, así que veamos ese caso particular. Un niño pierde a su familia bajo los escombros, se queda solo, sin nadie que lo busque o reclame, sin medios para sobrevivir. Ha perdido a su familia al tiempo que ha desaparecido su mundo, sustituído por un cementerio de dolor y desolación por el que pululan personas peligrosas, algunas de las cuanles buscan niños como él para convertirlos en esclavos en lejanas minas o fábricas o en esclavos sexuales en sórdidos prostíbulos. Que pase de esa situación al seno de una familia que le quiere y le cuida, en un entorno seguro y estable en el que pueda ser él mismo, ¿puede ser un trauma?
Pero esta insólita afirmación, que la gente lee, escucha o difunde con naturalidad, no es la primera vez que la oigo, ni sólo referida a Haití. Hace años, en una mesa redonda sobre no sé qué, una procuradora regional de Izquierda Unida también dijo que no era partidaria de la adopción internacional, porque suponía el desarraigo de los niños y eso era "una pérdida de capital humano para sus países". ¿Capital humano? ¿Eso son los niños huérfanos?
Es curioso que IU o los demás partidos o Unicef, no piensen lo mismo en el caso de los adultos. A nadie le parecen mal los movimientos migratorios que, por cierto, son los que han constituido la historia del mundo y la base de lo que somos. Nadie niega el derecho de un adulto a buscar una vida mejor o a huir de una dictadura o a evitar torturas como la ablación del clítoris, yendo a otro país que le ofrezca alguna posibilidad de supervivencia, de mejora económica, de libertad o de respeto a sus derechos humanos. A nadie he oído criticar a los miles de haitianos que se hacinan ante las embajadas o en el puerto esperando la oportunidad de escapar del horror. Entonces, ¿por qué se les pide a los niños que cumplan el supuesto deber patriótico de morirse de hambre o de asco en su país natal? Al fin y al cabo, si se trata de que los parias se levantes e influyan en cambios políticos o mejoras sociales en sus países, so correspondería hacerlo a los adultos, no a niños que tienen muy pocas posibilidades de crecer lo suficiente como para hacerse revolucionarios.
¡Cuánta crueldad pueden encerrar ideas que se enuncian como progresistas o bienintencionadas! A quienes las sustentan, sólo puedo decirles dos cosas. Una: ¡viva el desarraigo de millones de niños abandonados que, entre los ocho y los diez años saldrán de los orfanatos y quedarán sin otra compañía que la de los mafiosos que los explotan como mendigos o prostitutas hasta que, no más allá de los viente o treinta años mueran de sida! ¡Viva el desarraigo que permite a un niño tener la posibilidad de vivir y ser feliz y siga viviendo hasta que no quede un sólo niño huérfano en el mundo!
Y, en segundo lugar, quiero decirles que es mentira. No hay desarraigo, porque la única patria de un niño es su familia.

Que se haga todo el esfuerzo preciso para buscar familiares vivos de los niños perdidos de Haití y que, si no los tienen, les tramiten una adopción rápida. Al fin y al cabo, una adopción no tendría que durar más de una semana si los funcionarios funcionaran como deben: no hace falta más para hacer una evaluación psicológica de los padres, una visita del asistente social, un certificado de pensales, otro médico... y punto final, porque ¿para qué demonios hace falta nada más? No se impone ningún requisito a quien quiere tener un hijo biológico y ningún requisito garantiza que unos padres sean buenos padres, tengan a su hijo mediante parto o mediante adopción.
Y, por cierto que quiero hacer otra reivindicación pública. En mi opinión, no hay hijos biológicos (lo de naturales ya no quiero ni mencionarlo) y adoptados; del mismo modo que uno puede tener hijos mediante fecundación in vitro (sea de quien sea el semen, el vientre, etcétera) y no hijos fecundados o vitrificados, hay hijos tenidos mediante parto natural o mediante adopción. Punto. Los hijos son hijos. A ver si todo el mundo se entera de una vez. Los padres que adoptamos no somos personas frustradas por no poder tener hijos biológicos, ni psicópatas que quieren tener un hijo a toda costa, ni pijos con dinero que se compran un hijo. Los padres son padres, las madres somos madres y los hijos, hijos. Los hay mejores y peores y, en general, todos adoramos a nuestros hijos, les damos nuestra vida y obtenemos de ellos la razón de nuestra existencia. Si acaso permítaseme una diferencia: quienes optamos por que cualquier niño solo en el mundo sea todo nuestro mundo y no la perpetuación de nuestra sangre o nuestros genes solemos tener una mayor implicación, si no sensibilidad, hacia todos los niños del mundo, como prueba la actitud de esas cuatro familias catalanas que acaban de adoptar a niños haitianos y se han comprometido a mantener en pie y para siempre el orfanato del que sus hijos proceden. Me siento especialmente identificada con esas personas, porque mis dos hijas proceden de dos zonas de la India que han sufrido sendos terremotos; en el caso de mi hija mayor, el terremoto se produjo el mismo día en que yo recibía la sentencia que me permitía ir a buscarla. Sé, por tanto, lo que han sentido y el calvario por el que han pasado, que no creo que sea distinto al que pasaría cualquier padre o madre que envíe a su hijo a un campamento de verano y se entere de que el lugar ha sido sacudido por un terremoto brutal. Creo que la actitud de estos padres catalanes, sus palabras y las caritas de sus nuevos hijos (¿desarraigados, traumatizados?) son la mejor expresión de lo que es la adopción internacional.