viernes, 6 de enero de 2012

Son los padres



Primero fue el tambor. Octavio ya tenía un tambor, pero estaba roto. Ese año no había pedido nada a los Reyes, porque no sabía qué pedir. El tambor, igualito al que tenía antes, pero con colores distintos y más brillantes, le gustó mucho.

Las Navidades siguientes, Octavio sí sabía qué pedir: un camión de bomberos como el de Mario, el niño cuya casa mamá iba a limpiar todas las mañanas, después de dejarle a él en el colegio. Un día que estuvo con gripe mamá lo llevó allí. Papá tenía que presentarse en la oficina del paro, así que no podía cuidar de él, y mamá dijo que podría trabajar y cuidarle al mismo tiempo. Octavio se alegró mucho de conocer la casa que mamá limpiaba. Era un piso muy grande, aunque él no pudo ver todas las habitaciones, y el cuarto de Mario, a quien le hubiera gustado conocer, estaba atestado de juguetes. “Puedes quedarte en este cuarto y mirar los juguetes, pero no los cojas”, le advirtió mamá. Él no tenía muchas ganas de jugar, porque tenía fiebre y se sentía más a gusto tumbado en la cama, pero cogió, sólo un momento, el mando a distancia de ese enorme camión rojo, y pudo moverlo por toda la habitación. Mario no debía conducirlo muy bien, porque eran bien visibles los desconchones en la pintura del parachoques, la trasera y todas las esquinas; con el mismo mando se extendía y movía en todas direcciones una escalera plateada. Eso fue lo que más le gustó. El botón del mando a distancia estaba flojo, pero funcionaba perfectamente.

Los Reyes Magos se portaron bien: le dejaron bajo el arbolito de Navidad un camión igualito, incluso con el botón del mando a distancia flojo, pero sin desconchones. Octavio aún jugaba de vez en cuando con ese camión, a pesar de que la escalera ya no se desplegaba del todo y giraba más lentamente.

Después fueron los títeres, la prensa de flores, el juego de bolos, el curioso tren de madera y cartón, el invernadero con plantas y todo…

Ahora tenía ya ocho años. Era un niño mayor, o eso le decía todo el mundo, aunque él no se sentía muy diferente. En todo caso, le seguía gustando, más que nada, la Navidad. Esta vez había pensado pedir a los Reyes una consola. Casi todos sus compañeros la tenían. Jorge, incluso, se la había dejado una vez. Pero mamá le disuadió: al parecer, las consolas son malas para la vista y la cabeza, además de ser adictivas, que quiere decir que te enganchan y luego sólo quieres jugar con ellas. No le importó porque papá y mamá empezaron a llevarle casi todos los sábados a un cibercafé; papá sabía un montón de direcciones de páginas web con juegos como los de la consola de Jorge.

También había pensado pedir un robot que anunciaban mucho en la televisión, pero mamá le recordó que los mejores juguetes son los que no tienen ninguna marca. Finalmente, se decidió por una cometa.

Ahora sólo faltaban algunas horas para que los Reyes Magos visitaran su casa y Octavio se revolvía, inquieto, en su cama. Se había quedado dormido nada más acostarse, como siempre, pero un ruido le había despertado y tenía miedo. Llamó bajito a sus padres, pero no le oyeron. Quería levantarse, pero tardó un buen rato en reunir el valor suficiente. Ya en el pasillo, vio luz en la cocina. Por si acaso eran los Reyes, no quiso molestarlos, así que se dirigió a la puerta de la izquierda, la del dormitorio de sus padres. No había nadie en esa habitación. No quedaba más remedio que ir a la cocina. Entreabrió muy despacio la puerta y comprobó, con decepción pero con alivio, que no eran los Reyes, sino sus padres, quienes estaban allí. Mamá estaba cosiendo, a un bastidor de juncos en forma de rombo, una gran tela pintada con la silueta de un pájaro sobre un fondo de flores que le recordó a un pañuelo que ella usaba a menudo, mientras papá manipulaba un rollo de hilo fuerte. Sobre la mesa había pinturas, pinceles, rotuladores, la caja de costura, tijeras, papel de seda…

Octavio, a través de la rendija de la puerta, observó con mudo estupor, hasta que se dio cuenta de lo que sucedía. Había descubierto la verdad: el regalo son los padres.