miércoles, 8 de febrero de 2017

¡A la Plaza del Grano!


Pasé tantas horas jugando en ella que, cuando estaba en casa, me preguntaba qué pasaría allí, quiénes ocuparían mi lugar, qué clase de personas pisarían esas piedras cuando los niños estábamos en casa haciendo los deberes o durmiendo. Desde mi balcón apenas podía verla, al final del atrio de la iglesia del Mercado, a pesar de que me asomaba por las contraventanas como una amante celosa. Esa plaza era un mundo. Mi mundo. En ella estaba el placer de correr, saltar a la comba y jugar al corro y a voltear cromos sentada en un escaño; y acechaba el peligro en la calle de las escalerillas, donde las monjas nos decían que vivían las brujas (yo suponía que por eso solía estar custodiada por una fila de soldaditos). En ella conocí la amistad y la libertad, una libertad redonda.
Muchos años después volví allí para inaugurar mi edad adulta, compartiendo techo con el gran amor de mi vida. Y esos primeros años de amor eran también redondos, estremecidos por tormentas de verano pero bellos como los falampos de la nieve cubriendo los guijarros y las hojas plateadas de los álamos en primavera.

Por aquel entonces, la plaza estaba en obras. Unos afanosos obreros recolocaron las piedras y arreglaron la fuente que ponía la banda sonora de ese rincón dormido en el tiempo. Colocaron después unos pivotes de piedra para impedir que los coches entraran y estropearan el pavimento, pero apenas duraron unos días. Los coches entraban cada día y cada noche, hundiendo el antiguo empedrado. Los críos cegaron la fuente y ya nadie la volvió a arreglar, provocando que el agua se desbordara y se desprendieran las piedras de su entorno. Yo hacía fotos desde mi balcón a los coches, incluidos los de la Policía, que desafiaban la prohibición y la sensibilidad cívica, y con ellas me dirigí a varios concejales, pidiendo que, por favor, repusieran los pivotes que impedían la entrada de vehículos y ejercieran cierta vigilancia. Uno de ellos, leonesista, me contestó que, puesto que la obra la había hecho la Junta de Castilla y León, allá ellos si se les estropeaba.
El día que cumplí treinta años saqué la conversación entre mi pequeño grupo de invitados y uno de ellos, Francisco Azconegui, que entonces dirigía la Escuela de Restauración, decidió hacerse cargo personalmente de la protección de la plaza. Hizo unos preciosos espigones de hierro forjado que volvieron a cerrar las entradas "y éstos, te lo aseguro, no podrá romperlos nadie". Pero pudieron: el propio Ayuntamiento se encargó de arrancarlos, no sin esfuerzo, para el paso de una procesión de Semana Santa y ya no los repuso.
Y ahora toca hacer una confesión. Desesperada al ver cada día el deterioro de esa plaza única, me dediqué, durante algún tiempo, a bajar a horas intempestivas de la noche para poner en los coches aparcados notas amenazadoras que firmaba "Mano Negra". Pido perdón a las víctimas por asustarlas, pero lo cierto es que mis malas artes funcionaron y reconozco que me sentí como una especie de dama andante.
Poco después, me fuí de León. Mi vida dio muchas vueltas en círculos y espirales en cuyo centro siempre estuvo esa plaza, la de mi infancia y la de mi segunda y verdadera vida, la que allí empecé a compartir con quien ha ocupado y ocupará siempre mi corazón.
Yo, pues, he sido vecina de la plaza, como lo era mi abuela, que la recorría con su pata de palo. Comprendo a los vecinos que se quejan de la incomodidad, como en su momento algunos se quejaban de las ramas de los árboles, pero a nadie se le ocurre sustituir las escalerillas de una calle por una escalera mecánica para hacerla accesible o talar los árboles de los parques para evitar el polen a los alérgicos. Es una cuestión de prioridades y lo funcional no puede estar por encima de la historia o, incluso, de la belleza; no, a menos que queramos convertirnos todos en ciudadanos funcionales viviendo en ciudades uniformes una vida aséptica, en un "mundo feliz" despersonalizado en el que todos tendremos una vida tan cómoda como invivible.

5 comentarios:

  1. Hace muy poquito, recorrí la barriada donde transcurrió mi infancia. No queda nada de ella. Donde antes había casas bajas, ahora se erigen torres de pisos. Unos pequeñitos parterres rodean los edificios. Me coloqué delante de uno de ellos, calculando dónde estuvo mi casa, el callejón con cuatro escalones donde nos sentábamos a merendar después del colegio, la calle donde jugábamos a "campos quemados"... A mis pies, en ese pequeñito parterre, que calculé era el jardín trasero de mi casa, están enterrados muchos de mis gusanos de seda,en sus cajitas de cerillas, con sus pétalos de flores, su cruces de palillos...

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  2. Entrañable artículo. Gracias por.tu testimonio.

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  3. Hoy fuí a la Plaza del Grano. No la recordaba bien. Ya sabes que soy forastero a pesar de vivir hace 20 años ya en León. Su estado me pareció desastroso. Pero no solo por el estado del piso. No, la plaza en si es un desastre. Las nuevas edificaciones, lo poco que queda de la original, el estado de la iglesia, etc. Luego di una vuelta por los alrededores y paseé hasta la muralla del lado de la iglesia, hacía la plaza Mayor ... Y la impresión fue que León es una Plaza del Grano a lo grande. Hay puntos cuidados, zonas "turísticas" pero el resto padece la enfermedad del abandono. Al volver a casa pude oír el podcast de nuestro amigo común, Santiago Ramos (http://cadenaser.com/emisora/2017/02/10/radio_leon/1486732331_030511.html?ssm=fb), y pensé que eso es lo que ha acabado con León, EL POSIBILISMO. Hagamos lo que nos dejen hacer, no más. Sé que es una tontería pero yo no solo revindicaría la recuperación del piso original de la plaza. Yo reclamaría la demolición de varios mamotretos que dañan la vista y el sentido común. Mi sentido común, claro. Besos.

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  4. Por supuesto que el estado de descuido es terrible. La cuestión es qué clase de política consiste en dejar que el patrimonio se deteriore hasta que su estado aconseje una costosa obra de remodelación que sólo beneficia a los contratistas. Es la política que se ha seguido durante muchos, muchos años, y ya es hora, creo yo, de cambiarla. Respecto al valor patrimonial, la estética es un valor muy importante: no hace falta que el empedrado sea exactamente el original ni que los edificios tengan un valor histórico. Ya se han realizado bastantes desmanes arquitectónicos en la plaza, cierto, pero conservemos lo que hay. Por una vez, no estoy de acuerdo con Santiago: si aplicáramos su premisa, también la Catedral debiera ser demolida, pues no le queda ya prácticamente nada del gótico original; desde 1859, ha sufrido un proceso de cambio tal, tanto en su estructura como en su decoración, que las guías turísticas debieran advertir que la Catedral fue reconstruida en el siglo XIX, por no hablar de la completa destrucción de su entorno, cuyos edificios formaban parte del conjunto catedralicio. Bueno, pero no vamos a derribarla, ¿verdad? No, y no será tanto por su valor histórico como emblemático y estético. En mucha menor medida, la Plaza del Grano tiene esos mismos valores. Ha sido menospreciada por el Ayuntamiento y, como explico en mi artículo, en ocasiones incluso adrede. Ahora se trata de arreglarla, que no remodelarla. En mi opinión, claro.

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  5. Me ecantó todo lo que has dicho sobre ella . Muy bonito . Y bonitos recuerdos de la infancia.

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